Argentina: lecciones del primer semestre

2016José María Fanelli

25/07/2016     Por: José Fanelli (UDeSA)
Ya tenemos un semestre de política económica bajo la administración Macri y, si bien es poco tiempo para evaluar resultados –sobre todo si se tiene en cuenta la profundidad de los desequilibrios heredados–, puede ser útil observar lo que viene pasando. Puede ayudarnos a evaluar escenarios alternativos de aquí en adelante. Así que, demos un paso hacia atrás y observemos el panorama.
 

  1. La herencia, la estrategia y lo esperado

Los desequilibrios macroeconómicos fundamentales que  dejó el gobierno anterior se pueden sintetizar en tres: el déficit fiscal, la escasez de divisas y el mal clima de negocios. Estos desequilibrios tenían, a su vez, dos consecuencias muy negativas: la inflación y el estancamiento del nivel de actividad.
 
Los desequilibrios generaron inflación y fuerzas recesivas a través de diversos canales. Como el déficit fiscal no se podía financiar y había que recurrir a la emisión, la inflación era alimentada de manera continua. Para que la expansión monetaria no alimentara también la fuga de capitales el cepo devino indispensable, haciendo imposible que entraran capitales.  Sin dólares suficientes y en un mal clima de negocios, la inversión era muy baja y las importaciones insuficientes, de forma que el racionamiento de estas últimas se traducía en falta de insumos para producir y en aumentos del precio de esos insumos. Como la oferta global no podía expandirse y tampoco la demanda, el equilibrio entre ambas se daba en un nivel bajo al cual era muy difícil que se crearan empleos. El intento final del gobierno por mejorar la situación a través del gasto público y el atraso cambiario en el período electoral no hizo más que agrandar los desequilibrios. En este contexto, los ingresos reales de la población cayeron y la pobreza subió. 
 
El déficit fiscal tenía múltiples causas. Pero la única que podía atacarse a corto plazo con probabilidad de éxito cuantitativamente significativo eran los subsidios al consumo de energía y al transporte. La escasez de dólares tenía su raíz profunda en las mismas debilidades que hemos sufrido por décadas –falta de diversificación de las exportaciones y lenta evolución de la productividad– pero se había agravado por dos shocks externos fuertes: la caída en el precio de las commodities y de las exportaciones industriales hacia Brasil. Como éstos problemas externos no se pueden solucionar de la noche a la mañana, en el corto plazo la oferta de dólares sólo podía incrementarse devaluando sensiblemente o reactivando los flujos de capital.
 
Esta situación le planteó un dilema viejo al gobierno nuevo. Para revertir la situación de estanflación que deterioraba el nivel de vida de la población era prioritario actuar sobre las causas: el déficit fiscal y la escasa oferta de divisas. Es decir, había que eliminar el cepo y devaluar –y en mayor medida cuanto menor la entrada de capitales– y había que  incrementar tarifas. Pero en el corto plazo esas medidas tenderían más bien a agravar que a mejorar el bienestar por sus efectos sobre los ingresos reales de buena parte de la población.
 
A la luz de esto, uno hubiese esperado que el nuevo gobierno hiciera hincapié en la herencia recibida y en el shock externo como justificación de las medidas de ajuste fiscal y en los precios relativos que eran inevitables y tendrían consecuencias políticamente erosionantes. Sin embargo, las autoridades decidieron no hacer demasiada referencia a la herencia recibida para enfatizar, en cambio, los beneficios que cabía esperar gracias a la forma más racional en que pasarían a manejarse los asuntos del Estado. Presumiblemente esto buscaba generar un clima que no deteriorara el clima de optimismo y confianza que, se descontaba, el cambio de gobierno generaría. En vez de los déficit gemelos –fiscal y de cuenta corriente– heredados, el énfasis se puso en generar esperanza sobre la evolución futura de la inflación y la actividad económica porque se consideró que estos dos indicadores son más palpables e importantes para "la gente" que otros más abstractos como el déficit fiscal o la cantidad de reservas. Así, se anticipó que la inflación estaría en 20% o 25% hacia fin de año y que la actividad comenzaría a repuntar en el segundo semestre. Los detalles de cómo se lograría esto –es decir, cómo se cerrarían los desequilibrios básicos que generaban inflación y recesión– se dejaron para los técnicos. Se optó, además, por no anunciar un programa de estabilización, como tradicionalmente se hace cuando los desequilibrios son pronunciados. Tampoco se puso todo el peso de las decisiones en un ministro. Macri dijo explícitamente que no deseaba tener un súper ministro economía y optó por asignar las decisiones a un equipo. Además, para inmunizarse contra la acusación de "gobierno ajustador" se anunció que la estrategia de corrección del desequilibrio fiscal sería gradualista. Sólo cabía esperar un shock en cuanto al cepo y el cambio de la política exterior. 
La estrategia fue, sin dudas, novedosa. Y también optimista considerando las experiencias de ajuste del sector externo y de las cuentas públicas en la Argentina en lo que va de la segunda globalización, desde fines de los setenta. Vale la pena repasar brevemente lo que debía ser muy diferente esta vez para que la estrategia funcionara.
 
Primero, cuando existen desequilibrios conjuntos fiscales y externos es muy difícil evitar que el ajuste fiscal resulte pro-cíclico. Es decir, evitar que las correcciones generen fuerzas recesivas. Ello es así porque si se aplicaran políticas fiscales anti-cíclicas el déficit público no podría bajar. Si se iban ya a ver brotes verdes importantes en el segundo semestre en medio de un ajuste fiscal como el prometido por Prat-Gay, todo el trabajo "anti-cíclico" para sacar a la economía de la recesión habría de hacerlo el sector privado. Esto sólo ocurriría si aumentaran el consumo y la inversión privados financiados por entradas de capital. Hacía falta una "lluvia de dólares". Esa lluvia sería funcional, además, para financiar las mayores importaciones que una reactivación requeriría. Y la lluvia debía ser intensa porque además había que financiar un déficit fiscal primario que, en función del gradualismo, el gobierno  sólo proyectaba bajar hasta el 4.8% del PBI. 

 

Segundo, la devaluación siempre ha acelerado la inflación en nuestro país. El pass-through  es más alto que en otros países y esto está en línea con la evidencia recolectada en los estudios.  A esto había que agregarle el incremento de tarifas que afectaría los costos tanto de bienes transables como no transables. Hay que tomar en cuenta, además, que las nuevas autoridades no se proponían implementar una política agresiva para abrir la economía. Por lo tanto, los sectores protegidos heredados del morenismo no tendrían ningún  problema en pasar a precios los incrementos de costos, más allá de los límites que pusiera la evolución de la demanda. Si esto iba a ser así, cabía esperar que los efectos sobre los salarios reales fueran muy fuertes. Esto jugaría claramente en contra del consumo y los brotes verdes esperados para el segundo semestre. Asimismo, el salario real caería más de lo necesario para recomponer la competitividad haciendo caer el salario en dólares debido a que los trabajadores seguirían comprando los bienes protegidos y no competitivos tan caros como antes. Hay que considerar, no obstante, que una caída del consumo ayudaría para reducir la inflación. 
 
Tercero, si la inflación se aceleraba y el Banco Central no hacía nada, el incremento de precios tendría el efecto que siempre fue habitual observar: licuaría la oferta monetaria, de forma que luego de un pico, la inflación bajaría debido a la astringencia monetaria naturalmente inducida por un período de fuerte aumento del impuesto inflacionario. En este escenario, el gobierno por supuesto cobraría cantidades ingentes de tal impuesto. Pero todo este proceso llevaría un tiempo. Si el Banco Central, como lo anunció el gobierno, deseaba colocar la inflación en 25%, debería intervenir inmediatamente en el mercado absorbiendo base para acentuar el efecto de astringencia monetaria durante el período de recomposición del tipo de cambio y las tarifas. El costo a pagar, por supuesto, es que ello agudizaría el efecto recesivo de corto plazo, haciendo más difícil que el nivel de actividad mostrara signos de reactivación ya en el segundo semestre. Pero, además, esta estrategia sería más costosa para el sector público. La absorción de base monetaria implicaría reducir la base del impuesto inflacionario y pagar tasas más altas sobre las letras del Banco Central. Aparecería el conocido problema del déficit cuasifiscal. En este escenario, el gobierno estaría de hecho "devolviéndole" el impuesto inflacionario a los que compraran Lebacs sin hacer lo mismo con el resto de la población, lo que resulta algo inequitativo. Como los que compraran Lebacs estarían de hecho comprando un vale para no pagar impuesto inflacionario, la demanda de dinero podría subir y el tipo de cambio nominal bajar, con el riesgo de que la inflación estuviese cayendo, además de la astringencia monetaria, por una menor presión vía pass-through. Se daría vuelta en parte el ajuste del tipo de cambio real y el Banco Central se estaría cargando el déficit cuasi-fiscal un poco para nada.     
  

  1. ¿Qué ocurrió?

 
El gobierno recibió un desequilibrio fiscal de alrededor de 7% del PBI con déficit primario de alrededor del 5%. ¿Qué pasa hoy? Esto no cambió mucho y es difícil que cambie a corto plazo por lo que ya se vió y lo que se espera. Hasta ahora, lejos de hacer honor a la imagen de "gobierno ajustador" que quiso crearle una parte de la oposición, la política fiscal del gobierno ha sido bastante expansiva: se recortaron impuestos –desde las retenciones hasta el IVA para jubilados– y se aumentaron gastos –AUH, jubilaciones–. La única medida contractiva relevante fue el incremento de tarifas y, más allá de los problemas de implementación, esto no aportó lo suficiente como para compensar las medidas expansivas. Menos todavía para cerrar los desequilibrios heredados. Además, si bien al principio del año el gasto estuvo contenido, va a crecer a mayor ritmo el gasto en obra pública. En suma, la política fiscal no tuvo un efecto pro-cíclico por la sencilla razón de que no hubo ajuste fiscal. Pero sí hubo un efecto muy positivo: tanto los impuestos como los gastos se hicieron más racionales. Las autoridades podrían explicar sin problemas, por ejemplo, que redujeron las retenciones para aumentar la competitividad o que aumentaron la AUH y bajaron el IVA para proteger a los más pobres. Podría decirse que mejoró la micro del sector público pero no la macro. Hay que financiar un déficit alto que no sólo obligará a emitir dinero sino, también, deuda del tesoro. 
 
Como el déficit fiscal siguió siendo alto, Hacienda y el Banco Central tuvieron que acordar una emisión de dinero de 160.000 millones para este año, lo que representaría más de 25% de expansión de la base monetaria si el Banco Central no absorbiera con Lebacs. Pero en este primer semestre, lejos estuvo de ser ese el caso. La base creció menos de 3%. Esto es menos de lo que crecieron los precios por mes en promedio en el semestre. Como consecuencia de la intensidad de la absorción, hoy las Lebacs representan tres cuartos de la base monetaria y generarán un déficit cuasi-fiscal que podría superar el 2% del PBI y se agrega al del gobierno.

Claramente, el BCRA eligió pagar este costo en la búsqueda de una fuerte desaceleración de la inflación en el segundo semestre. Por supuesto, esto le hizo un flaco favor al nivel de actividad y, probablemente por ello, la autoridad monetaria se apresuró en el último mes a inducir reducciones en la tasa de las Lebacs aún cuando la inflación estaba bien por encima de los guarismos buscados.
 
A pesar de la fuerte astringencia monetaria, los precios están tardando en desacelerarse. La inflación mensual promedio desde principios de año se ubicó en un entorno de 4% mensual promedio y sólo en junio se ubicó por debajo de esa cifra (3.1%). Por otra parte,  el nivel de actividad muestra una evolución desalentadora. Se espera que el producto caiga alrededor del 1% este año y ello no sería un mal resultado si se observa lo que viene ocurriendo con la industria y la construcción.  

Las altas tasas de interés –que llegaron al 38% en el pico– y la fuerte restricción en la oferta monetaria real afectaron mucho menos a la inflación que al tipo de cambio nominal, que tendió a "plancharse". Como consecuencia de ello, el tipo de cambio real perdió una parte de lo que había ganado con la eliminación del cepo. Si bien esto ayudó a desacelerar la inflación, no fue una buena noticia para la competitividad. Replicando la dinámica que suele observarse en contextos de este tipo, los precios no transables están hoy subiendo más que los transables. En particular, la inflación en servicios está muy por encima de la de bienes. También están subiendo los salarios por el efecto paritarias, revirtiendo paulatinamente la caída de su valor en dólares que había seguido a la eliminación del cepo. Una buena noticia para el nivel de actividad, pero no para la inflación en servicios y para la corrección de precios relativos necesaria para elevar la rentabilidad en la producción de transables. La rentabilidad no distingue entre inflación núcleo y otras.
 
¿Y cómo evolucionó la restricción externa a todo esto? Para empezar, los shocks externos –caída de commodities y exportaciones a Brasil– están lejos de revertirse así que conviene no olvidarlo: hay que ajustar el tipo de cambio real para amortiguar los efectos sobre las exportaciones y el superávit comercial. Además, con precios de commodities más bajos tenemos un ingreso nacional más bajo y para seguir gastando lo mismo –todo lo demás igual– debemos endeudarnos.
 
Las fuentes de dólares más importantes para la Argentina son las entradas de capital y el superávit comercial. Al terminar el kirchnerismo las entradas netas de capital habían desaparecido hacía tiempo gracias al cepo y al mal clima de inversión. En cuanto al superávit comercial, en 2015 se había convertido en déficit y, de esa forma, ya era evidente que el último vestigio del superávit que durante tanto tiempo había ayudado a mantener políticas erradas en el marco de una soja cara había desaparecido. Sin superávit comercial, el año pasado arrojó un déficit de cuenta corriente del 2.7% del PBI. ¿Se revertirá en el futuro próximo el déficit comercial de forma de volver a aportar divisas? Muy difícilmente. Ha mejorado levemente sólo porque la recesión mantuvo reprimidas las importaciones, ya que las exportaciones no remontan y se ubicarán por debajo de los 60.000 millones este año. Si la economía se reactiva, el superávit comercial no será una fuente relevante de divisas porque subirán las importaciones y, como consecuencia, cabe esperar que el déficit de cuenta corriente se ubique este año en alrededor de 2.5% del PBI. Si crecemos esa cifra va a subir. Y lo va a hacer más cuanto menor sea el tipo de cambio real. Para que el crecimiento sea sustentable con Brasil como está y con estos precios internacionales hay que crecer con un tipo de cambio real competitivo.

Para cerrar la brecha de dólares faltantes la única alternativa hasta ahora fue, entonces, reactivar la entrada de capitales. En este plano hubo éxitos que ayudaron significativamente: la eliminación del cepo, el cierre de la negociación con los holdouts y la mejora del clima de inversión para lo cual también contribuyó –y mucho– el cambio en la política exterior. Esto permitió una recomposición de las reservas, sobre todo por la mayor liquidación del sector agropecuario. Básicamente, puede considerarse que las necesidades de dólares del año estarán cubiertas. 

En el marco que hemos descripto, a medida que avanzó el primer semestre se fue haciendo evidente que ni la inflación, ni el nivel de actividad, ni el déficit fiscal se estaban moviendo en línea con lo esperado para el segundo semestre. La lluvia de dólares para activar la demanda privada de inversión no estaba ocurriendo y el consumo se resentía de la mano de la astringencia monetaria y la caída de los salarios. En función de esto, el gobierno fue cambiando paulatinamente la combinación de políticas en favor de la inversión pública y el gasto de seguridad social de forma de favorecer el nivel de actividad aún cuando ello aumentara la probabilidad de no cumplir con las metas fiscales. El gobierno confía, no obstante, en que el blanqueo ayude, en parte, a cerrar la brecha. La elección de privilegiar el nivel de actividad seguramente no es independiente del hecho de que el 2017 es un año electoral. En un contexto de mayor expansión de la demanda el Banco Central se verá, de cualquier forma, obligado a mantener su dureza monetaria para que no aumente la inflación y bajo tales circunstancias será difícil evitar que se pierda definitivamente parte de lo que se había ganado en competitividad hacia principios de año.  
 

  1. Mirando hacia adelante.

Es posible que a medida que se desarrolle el segundo semestre la inflación baje y el nivel de actividad se vaya recomponiendo. Sin embargo, las buenas noticias vendrán acompañadas de un interrogante que el gobierno –la sociedad argentina, en realidad– deberá encarar más temprano que tarde: ¿cómo colocar a la economía en un sendero compatible con el crecimiento sostenido y la inclusión?
 
Para que la economía comience a transitar ese sendero es necesario atacar los dos desequilibrios fundamentales que se mantienen: el fiscal y el de la restricción externa asociada a la escasa competitividad. Estas condiciones no impiden expandir el  nivel de actividad por la vía del endeudamiento externo y la inversión extranjera directa. Pero no es un sendero sostenible. Para evaluar esta cuestión, los siguientes puntos pueden ser de utilidad.
 
Primero, si se mantiene un déficit fiscal de 7% del PBI y un déficit de cuenta corriente por, digamos, 3% del PBI, el otro 4% que falta lo tiene que poner el sector privado. No sorprende que esta sea la situación. El gobierno ha estado de hecho implementando una política fiscal expansiva acompañada de una política monetaria dura.
 
Segundo, ¿por qué se terminó con una combinación contraria a lo que recomienda la macroeconomía –fiscal dura y monetaria blanda– si es que se desea expandir el rol del sector privado –particularmente de la inversión– en la economía. Probablemente esta combinación resultó porque, de manera muy optimista, se esperaba un nivel de pass-through más bajo y como ello no ocurrió, se optó por una política monetaria dura. La cuestión es bastante clara: el pass-through sólo va a ser bajo cuando el Banco Central gane suficiente credibilidad para su política monetaria. Por ahora no la tiene. Y no la va a tener mientras el déficit fiscal sea tan alto porque la sombra de la inconsistencia intertemporal y de la dominancia fiscal estarán ahí siempre. Además, la competitividad es demasiado importante para la Argentina como para que el mercado crea que el Banco Central no necesitará mirar lo que pasa con el tipo de cambio real.
 
Tercero, la tasa de inversión es muy baja para crecer sostenidamente y para que el sector privado invierta más  se necesitará más financiamiento externo de forma de hacer lugar para el gasto privado. Esto implica, por supuesto, un mayor déficit de cuenta corriente. Y es bastante obvio cómo va a ocurrir: si aumenta el producto y la inversión, también aumentarán las importaciones. Los fondos externos para financiar el déficit pueden ser crédito o inversión extranjera directa. Pero el país sólo comenzará a basar su crecimiento de manera sólida si logra crecer sobre la base de su propio ahorro, para lo cual debe internalizarlo. Una condición básica es reconstruir el sistema financiero y eso no va a ocurrir hasta que la inflación comience no sólo a bajar sino, también, a ser predecible de forma que los contratos puedan alargarse. Puede ser un buen negocio tardar más en bajar la inflación pero con el beneficio de hacerla más predecible. El gobierno ha dado un buen paso en este sentido, por otro lado, al diseñar el blanqueo.
 
¿Cómo se puede interpretar, en definitiva, lo que está pasando? Lo que está pasando puede ser interpretado, de manera muy simplificada, en base a la dicotomía que sigue.
 
Interpretación 1. Un ajuste fiscal más fuerte hubiese implicado costos sociales políticamente inviables porque hubiese sido excesivamente procíclico. El gobierno tiene capacidad de endeudamiento –además las tasas de interés son bajas en el mundo– y lo está utilizando a corto plazo para hacer más gradual el ajuste fiscal. Mientras tanto, se ocupa de la microeconomía: incentivar la inversión extranjera, construir infraestructura, recomponer la confianza y el mercado de capitales. Este año la política monetaria fue dura porque había que contener la inflación. Pero se irá aflojando a medida que los esfuerzos por reducir el déficit fiscal en un contexto de expansión de la actividad se hagan posibles. Si hay que intervenir para que el tipo de cambio real preserve su competitividad, se hará. No viene nada mal acumular más reservas hasta ponerlas en el nivel de otros países con metas de inflación. En síntesis: siempre se dijo que lo incorrecto de los ajustes negociados con el Fondo era que imponían una pro-ciclicidad excesiva y concedían poco financiamiento. Bueno, hoy se hace un ajuste gradual porque tenemos nuestro propio financiamiento. La Argentina invertirá fondos en ajustar sin conflictos los desequilibrios micro y macro que tenía. Va a tener un buen clima de negocios y un buen clima social al mismo tiempo. No es gratis pero vale la pena, si se considera una inversión en busca de consensos para crecer con inclusión.
 
Interpretación 2. Lo que le importa a "la gente" –y para las elecciones– es que la inflación baje rápido y el nivel de actividad suba también rápido. Como tenemos capacidad de endeudarnos la usaremos para expandir el nivel de actividad. Si la inflación baja a costa del tipo de cambio real, no es nuestro problema. El Banco Central sólo se ocupa de la inflación. Nos estamos endeudando y el déficit de cuenta corriente aumenta, pero eso no importa. Simplemente quiere decir que nuestro país es atractivo y de alguna manera el sector privado se las va a arreglar para que suba la competitividad y el endeudamiento pare de subir.
 
La primera opción es nueva. La segunda suena más conocida. Veremos. 

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